VIDEOFORUM: "CIUDAD MUERTA"
-VIERNES 6 de FEBRERO a las 19:30h.-
SINOPSIS: En junio de 2013, un grupo de 800 personas ocupan un cine abandonado del centro Barcelona para proyectar un documental. Rebautizan el antiguo edificio en honor a una chica que se suicidó dos años antes: "Cinema Patricia Heras". ¿Quién era Patricia? ¿Por qué se quitó la vida y qué tiene que ver Barcelona con su muerte? Esto es exactamente lo que se quiere dar a conocer con esta acción ilegal y de gran impacto mediático: que todo el mundo sepa la verdad sobre uno de los peores casos de corrupción policial en Barcelona, la ciudad muerta.
Título original: CIUTAT MORTA
Duración: 120 minutos
Dirección: Xavier Artigas y Xapo Ortega
Producción: METROMUSTER
https://ciutatmorta.wordpress.com/
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4F: Algo huele a podrido en Barcelona
El 17 de
enero de 2015 la televisión catalana emitió, censurada y con un año de
retraso, la película documental “Ciutat Morta”, que pese a aparecer en
su canal secundario, gozó de numerosa audiencia. La “ciudadanía” dejó de
mirar para otro lado por un instante y pudo constatar el calvario
padecido por cinco jóvenes inocentes en manos de matones corruptos y de
tribunales arbitrarios. El montaje del 4F no ha sido el único que ha
revelado la connivencia entre políticos cómplices, policías torturadores
y jueces prevaricadores. Recuérdese el 9F, el caso Raval, el del ojo de
Esther Quintana, el de la muerte del actor Alfonso Bayard, el del
ciudadano rumano Lucian Paduraru, el de las palizas de los tres jóvenes
de Gracia o la reciente Operación Pandora, por sólo mencionar los más
ruidosos. Tampoco es el único donde la policía ha actuado violentamente
con total impunidad, ha manipulado atestados y ha mentido en los
juicios; se sabe que además ésta se ha visto premiada con indultos,
ascensos y recompensas por esa clase de Servicios.
Algo huele a
podrido en Barcelona, pero que nadie se escandalice por ello más de la
cuenta. Lo verdaderamente escandaloso no son las denuncias falsas, las
vejaciones gratuitas infligidas a los detenidos o la saña criminal de
los “protocolos de actuación” de los verdugos uniformados; mucho menos,
la complicidad y el encubrimiento de los políticos, las coacciones a los
testigos, la desestimación de pruebas y los procesos judiciales sin
garantías. Lo indignante es que todo este universo kafkiano forma parte
de la normalidad ciudadana. A día de hoy, tal tipo de conductas es
normal, está legitimado, puesto que para los responsables de tanto
atropello es la única forma de garantizar con eficacia el mantenimiento
del orden establecido a escala municipal.
Las
revueltas ocurren cuando los gobernantes pierden toda credibilidad y su
autoridad no inspira respeto a quienes gobiernan. Es así de sencillo. En
tal situación, aunque la gente obedezca por costumbre, el Sistema se
sabe frágil; no le basta con disponer de un cuerpo político y judicial
sin fisuras para aplastar el menor atisbo de vida independiente, sino
que necesita un espacio público domesticado donde el trapicheo
ambulante, la fiesta autónoma (que no era precisamente el caso de la
“Anarco Peña Cultural”, delante de donde ocurrieron los hechos del 4F),
la deriva opaca y sobre todo la libertad pública –ese gusto por hablar,
discutir, respirar y actuar– no puedan ni siquiera asomar. Los
dirigentes conciben a los súbditos díscolos como amenaza, o sea, como un
“enemigo” capaz de colarse por cualquier resquicio. La naturaleza de
dicho enemigo resulta fácil de elucidar con sólo mirar a las víctimas
del celo policial: indigentes, inmigrantes, jóvenes “de estética okupa”,
manifestantes, miembros de piquetes de huelga, y, en general,
cualquiera que se cruce en el camino de los mercenarios del orden
“cívico”.
Esas
figuras del enemigo público han relevado a las del “desafecto”, “ateo”,
“comunista” o “anarquista”, mediante las cuales la pasada dictadura de
Franco exorcizaba a sus oponentes y justificaba una represión
implacable. El régimen partitocrático nacido de la reconversión pactada
de la dictadura no modificó un ápice la relación hostil entre
gobernantes y gobernados; tampoco derogó la legislación punitiva
anterior, ni purgó sus aparatos policial y judicial. La “peligrosidad
social”, que caracterizaba al “enemigo”, se encarnó a su vez en el
“terrorista”, el “traficante”, el “delincuente habitual” y, finalmente,
en el “antisistema”, legitimando así una involución legal que suprimía
derechos y permitía el acoso policial en nombre de los “valores
democráticos” y la “seguridad ciudadana”. De modo semejante, la
dictadura lo había hecho en nombre de la “paz”, la “religión” y el
“orden público”. La partitocracia no había desarrollado instituciones
capaces de integrar la protesta social, ni había conseguido que los
colectivos disidentes se dejaran instrumentalizar o corromper, por lo
que la cuestión social –la condición humana bajo un capitalismo en
constante reestructuración– se iba contemplando desde la perspectiva
dirigente como una cuestión de orden.
Como pasa
siempre, los abusos policiales precedieron a la ley, indicándole el
camino. Y con enorme facilidad, la partitocracia ha vaciado la carcasa
liberal constitucionalista para reproducir condiciones político-sociales
típicas de los regímenes autoritarios. Tiene demasiados puntos
vulnerables, por eso se ha de proteger contra un enemigo
multirreincidente, que lo mismo surge en forma de desahuciado, que en
forma de enfermo de hepatitis C. Realmente la violencia policial
indiscriminada es el primer paso de una guerra contra la población
súbdita, a la que la conflictividad convierte en “sospechosa”. Y como en
toda guerra, la fuerza es empleada para aniquilar al contrario, no para
persuadirle de lo inapropiado de su proceder. Ahí el Sistema tiene
siempre razón: las víctimas inocentes son culpables de haberse
encontrado en el lugar equivocado, en el momento equivocado.
Paradigma
de los nuevos fundamentos represivos de la sociedad capitalista son las
aglomeraciones urbanas modernas, que hoy conforman un modo de vida
obediente a los imperativos de la economía y de la política. En ellas no
existe espacio público que pueda funcionar como ágora; el dominio de la
decisión queda recluido en pasillos y despachos, fuera de los cuales
“los fuertes se comportan como quieren y los débiles sufren como deben”
(Tucídides). Una élite constituida por políticos, promotores culturales,
banqueros, constructores, hoteleros y especuladores, administra las
conurbaciones como si fueran empresas, impulsando procesos de
“esponjamiento”, gentrificación y museificación. El objetivo no es otro
que convertirlas en espacios explotables a semejanza de las grandes
superficies comerciales y los parques temáticos. Dicha transformación
requiere no solamente desplazamientos importantes del vecindario con
escasos recursos, sino el control total de la calle y la expulsión por
todos los medios de aquellos recalcitrantes, cuya presencia resulta
molesta al nuevo usuario de la misma, a saber, el artista diseñador, el
comprador o el turista.
En ese
contexto de reordenación urbanística, la guardia urbana desempeña un
papel higiénico semejante al de la policía armada del franquismo: ha de
limpiar los lugares de población indeseable, pobre y fuera de control,
aplicando sin trabas garantistas las políticas de tolerancia cero que se
desprenden de las ordenanzas municipales restrictivas. De este modo, un
fenómeno más bien de alcance menor como el de los mendigos, okupas
fiesteros y migrantes indocumentados, por producirse donde no debe, se
convierte en un problema urbano de primera magnitud. Eso explicaría de
manera suficiente la existencia de cuerpos de dudosa legalidad como la
unidad UPAS de la Guardia Urbana de Barcelona –compuesta por dos
centenares de sicarios especializados tanto en la cacería de vagabundos y
jóvenes con pintas llamativas, como en la disolución violenta de
concentraciones y actos festivos irregulares. En consecuencia, también
resultaría obvia la protección incondicional que disfrutan aquellos por
parte de los alcaldes y concejales, así como la comprensión benevolente
de jueces y fiscales, cosa que les otorga carta blanca para la comisión
de toda clase de atropellos.
Esa mezcla
de matonismo policial, connivencia procesal y conchabamiento político no
es otra cosa que el “Sistema”, que desde Cataluña se promociona como
“modelo Barcelona”, marca pionera en su género, cuyo rigor ha despertado
la admiración de las élites urbanas peninsulares. Al original le han
surgido imitadores, pero Barcelona sigue siendo la capital europea de la
intolerancia y los malos tratos, algo de lo que sin duda sus políticos,
sus magistrados y sus esbirros se sentirán orgullosos.
El montaje
del 4F no fue una anécdota, sino un dato más en el haber del Sistema.
Por eso el intento de revisión que propone “Ciutat Morta”, apoyándose en
la explotación mediático-sentimental del sufrimiento de las víctimas y
en la existencia de un “verdadero” culpable, nos parece errado. El
culpable es de todos conocido de sobra: es el mismísimo “Sistema”. Éste
es el torturador, el montajista, el prevaricador. Pedirle a éste una
retractación, una compensación moral, o incluso una depuración de sus
instituciones, solamente servirá para calmar la mala conciencia
ciudadana del espectador, horrorizado ante las prácticas cotidianas con
las que los guardianes del statu quo garantizan la estabilidad de su
modo de vida sumiso. Entrar en el juego de los medios de comunicación
pidiendo justicia y verdad a quien es por naturaleza injusto y falsario
únicamente beneficia al Sistema, que con sólo echar mano de unas cuantas
cabezas de turco quedará sólidamente legitimado ante sus acólitos y
electores. No es ese el camino. A quien quiera encontarlo, sólo si
realmente se le quiere encontrar, le bastará con mirar hacia todo lo que
el montaje quiso suprimir.
Revista Argelaga, 27 de enero de 2015